La
dolce vita
Víctor Meseguer
La Verdad, 23 de julio de 2016
Pasamos
dos días en Roma, dos días de visitar, comer, pasear y escudriñar con los ojos
y el estómago bien abiertos los placeres que ofrece la capital de Italia. Como
el Madrid de Sabina, a mitad de camino entre el infierno y el cielo, Roma es
caos: alcachofas a la judía, intestinos, achicoria, aceite de oliva o pasta cacio e pepe (queso y pimienta). En
definitiva, pura pornografía gastronómica.
Nos
quedamos en un apartamento en la Via dei Banchi Vecchi, a pocos minutos andando
de la bulliciosa plaza de Campo dei Fiori, en la que cada mañana se monta un
mercado. Nada más llegar e instalarnos, decidimos dirigir nuestros pasos a la
Montecarlo, toda una institución, siempre rebosante de romanos y turistas
dispuestos a dar cuenta de una de las mejores pizzas de la ciudad. Quizá por
reservarnos para la cena o simplemente por llevar la contraria, nosotros
pedimos pasta. Spaghetti al pomodoro,
una salsa de tomate, ajo y albahaca, simple pero deliciosa si se utiliza un
buen tomate fresco y maduro para el 'sofritto';
y spaghetti carbonara, una pasta
intrínsecamente con guanciale (careta
de cerdo curada en sal), yemas de huevo y pecorino romano, un queso de cabra
curado y de textura granulada.
Por
la noche fuimos a Baffetto, el ícono de la pizza en Roma. Tras hacer la cola de
rigor para entrar al local y compartir mesa y mantel -por falta de espacio- con
una agradable pareja de americanos recién casados, las pizzas quattro stagioni y
de salchicha fresca, nos defraudaron. Una mala noche la tiene cualquiera…
Me desperté antes que ella y bajé a buscar el desayuno.
Compré pizza bianca y pizza al pomodoro en el Forno Campo dei Fiori -masas rectangulares
y cujientes, una con sal y aceite de oliva y la otra con salsa de tomate-; en
la Antica Nocineria Viola pedí prosciuto, mortadella y una morcilla seca con forma de longaniza. De vuelta a
casa, me hice con dos espressos y ya se pueden imaginar... nos pusimos como el
quico, preparados para un día intenso de visitas al Vaticano, al Trastevere, a
los Foros Romanos y al Coliseo, entre otras maravillas de la milenaria L'Urbe.
Entre visita y visita, a mediodía retomamos fuerzas en Da
Giovanni, una trattoria en pleno Trastevere. Comida tradicional y de calidad a
un precio asequible a todas las economías. Emulando a los romanos, comimos una
sopa de sesos con pasta de primero, callos a la romana -tripas de ternera en
una salsa de tomate y achicoria- y centros de ternera en salsa de champiñones, de
segundo. Comida casera y reconfortante, en un restaurante sin pretensiones,
pero que cuida con mimo la comida que sirve.
Recuerdo con especial cariño los callos, que han llegado
a convertirse en el símbolo de esos dos días en Roma. Radicalmente distintos de
los callos a la madrileña, principalmente por la salsa ligera y digestiva de
tomate y achicoria. De camino a Santa María in Trastevere nos sorprendió el
tiramisú del “Nicknowego”, café que se ocupó del postre de la copiosa comida.
En el barrio judío nos habían recomendado los
restaurantes “Ai Pompieri” y “Sora Margherita”, que lamentablemente encontramos
cerrados. No obstante, nos negamos a abandonar la Ciudad Eterna sin haber catado
las alcachofas a la judía. Probamos suerte en “Nonna Betta”, donde degustamos
estas famosas alcachofas confitadas y cremosas al tiempo que crujientes. ¡Una
auténtica delicia! Y comimos y bebimos y…¡Y hasta aquí puedo contar!
Dos días de glotonería desmedida en una de las mejores
ciudades de nuestro viejo continente. A mitad de camino entre el infierno y el
cielo, en Roma siempre me siento en casa, arropado por muchos años de historia
y de buen comer que, al fin y al cabo, es una de las claves del buen vivir.